Desde el fogón
Historia de las vasijas
Hace mucho tiempo, en un lugar apartado de la India, había un cargador de agua que llevaba siempre dos grandes vasijas a los extremos de un palo que se mecía sobre sus hombros. Una de las vasijas era perfecta y la otra tenía algunas grietas. La primera, conservaba toda el agua al final del largo camino desde el arroyo hasta la casa, mientras la vasija rota llegaba con la mitad del agua a su destino.
Desde luego, la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía sin defectos. Pero la pobre vasija agrietada estaba avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable porque sólo podía hacer la mitad de lo que se suponía era su obligación. Después de un tiempo, la tinaja quebrada le habló al aguador diciéndole: “Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas sólo puedes llevar a casa la mitad del agua que necesitas”.
El aguador le dijo, compasivamente, “Cuando regresemos a casa quiero que te fijes en el borde del camino”. Eso hizo la tinaja. Lo que vio fue una variedad inmensa de plantas y flores que adornaban el trayecto, desde el arroyo hasta la casa. El aguador le dijo entonces: “¿Te diste cuenta que las plantas y flores sólo crecen del lado por el que tu vas? Durante mucho tiempo el agua que dejabas escapar, fue regando esta orilla del camino y, poco a poco, gracias a tus grietas, ha ido floreciendo la vida sin que lo hubieras pretendido. Si no fueras exactamente como eres, con todo y tus defectos, no hubiera sido posible crear tanta belleza”.
“Un transeúnte se detuvo un día ante una cantera en la que trabajaban tres compañeros.
Preguntó al primero: “¿Qué haces, amigo?” Y éste respondió sin alzar la cabeza: “Me gano el pan”.
Preguntó al segundo: “¿Qué haces, amigo?” Y el obrero, acariciando el objeto de su tarea, explicó: “Ya lo ves, estoy tallando una hermosa piedra”. Preguntó al tercero: “¿Qué haces, amigo?” Y el hombre, alzando hacia él unos ojos llenos de alegría, exclamó: “Estamos edificando una catedral”. Y el caso es que los tres estaban realizando la misma tarea”. Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en una curva y después de un pequeño silencio me preguntó: "Además del cantar de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?". Agudicé mis oídos algunos segundos, después le respondí: "Estoy escuchando el ruido de una carreta". "Eso es -dijo mi padre-. Es una carreta vacía". Pregunté a mi padre: "¿Cómo sabes que es una carreta vacía, si aún no la vemos?". Entonces mi padre respondió: "Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por causa del ruido. Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace". Me convertí en adulto y hasta hoy cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y haciendo de menos a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo: "Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace". La humildad hace poco ruidosas nuestras virtudes y permitir a los demás descubrirlas. Y nadie está más vacío que aquel que está lleno de sí mismo. LA CARRETA VACÍA